Texto por Cristofer Rodríguez Quiroz*
Para nadie es un misterio el estado de salud de las artes en un país como Chile, marcado por una competencia desigual y salvaje. Es algo en lo que parece haber bastante consenso, hasta que aparece el factor social, un elefante en la habitación que provoca roces e incomodidades.
Para enfrentar esta discusión hay que ser honestos: en Chile las artes visuales son mayoritariamente patrimonio de las elites. Un derecho de nacimiento al tratarse de una carrera considerada suntuaria, cuyo lenguaje, además, se aleja kilométricamente del mundano pueblo de indios que somos. Por eso no es de extrañar que habiéndose Mon Laferte presentado como artista visual y plástica, la mezquindad de quienes observan desde las alturas a este pueblo roto se dejara expandir, haciendo una defensa corporativa de un mundo que no es precisamente un ejemplo de democracia y meritocracia.
No es algo nuevo en la carrera de Mon. Algunos lo olvidarán convenientemente, pero cuando partió en la música a inicios de la década del 2000 en el programa Rojo Fama Contrafama de TVN, muchos de sus colegas no la reconocían como un par y sufrió la marginación del medio musical por ser una artista de TV. Hoy hacen la vista gorda y pagan sus culpas solicitando colaboraciones con la que es, a la fecha, la música en actividad más grande que Chile le ha dado al mundo.
Y esta columna no es una defensa a Mon hecha por un admirador -transparento-, ni simplemente una defensa de clase -no totalmente, transparento también-. Pero que cientos de lectores ávidos por enterarnos de lo que acontece en el panorama artístico hayamos estado expuestos a un par de columnas miopes, mal intencionadas, clasistas y deshonestas a propósito de su trabajo, es algo que no tenemos porqué aceptar.

Las críticas que estas columnas reparten entre comentarios llenos de ensañamiento son, fundamentalmente, tres: que se saltó la fila y compró su lugar como artista visual, que el cobro de entradas para su muestra es contradictorio y que se metió en un espacio que no le corresponde. Cito, en torno a esta tercera cuestión, una frase para el bronce: “Desde el inicio de este fenómeno, me he preguntado cómo, si bien existen artistas visuales que han explorado lo sonoro y lo musical desde un enfoque experimental, de nicho o performático, jamás han aspirado a convertirse en una Myriam Hernández o en un Julio Iglesias”. Como lector, uno se termina preguntando si el autor lo escribió en serio.
En relación al precio de los tickets, una de ellas no solo cuestiona su valor, sino el hecho mismo de cobrar una entrada para acceder a la exposición –a la que llama despectivamente “blockbuster”-, obviando que incluso el Centro Cultural La Moneda, bajo el palacio de gobierno, usualmente cobra entradas para disfrutar “Best seller plásticos” de valor cultural incuestionable. La más impresionante de las reflexiones en torno al valor de la entrada, no obstante, representa un increíble caso de falacia de falsa equivalencia, al establecer que el costo de 5 mil pesos es una contradicción para la región de Valparaíso, al ser la que tiene más campamentos en el país. No miento, pueden leerlo, es exactamente lo que ahí se dice. Ya sabemos, entonces: todo espectáculo artístico que cobre 5 mil pesos de entrada en Valparaíso será objeto de sospecha.
El mismo texto destroza la exposición de Mon desde la entrada a la salida, sobre todo por una supuesta inconsistencia discursiva de Laferte, al tratar temas como la locura, el encierro, el amor y la justicia, al mismo tiempo en que la autora es una representante del privilegio y el glamour. Otra discusión muy del siglo XX, sobre un ideal de total coherencia impuesto sobre el artista, su vida privada y su mensaje, que me hace agradecer que quien la escribe no haya ido nunca a una exposición de Yoko Ono o Fluxus. Luego, la guinda de la torta: “Mon Laferte pudo pagar por el sueño de la artista interdisciplinaria”. Como un signo de nuestros tiempos: todo se trata de plata. Mon compró estar en el lugar de visibilidad e influencia en que se encuentra. Se lo regalaron. Es un privilegio al que accedió pagando.
Desconozco si estos -u otros- columnistas de arte, que le achacan a Mon saltarse la fila y comprar su espacio en las artes visuales, están tan preocupados y cuestionan con tanta acidez a los artistas contemporáneos de apellidos rimbombantes que tienen su lugar en museos de renombre latinoamericanos y en facultades de las universidades por la cuna en que nacieron. No he leído recientemente de ellos -u otros- una columna sobre la cantidad de estudiantes de liceos periféricos en carreras de artes y en qué posiciones se encuentran quince años después de graduarse en relación a sus compañeros de familias acomodadas. Me puedo equivocar. Espero que sí.
Mon Laferte, hija de Viña del Mar, no alcanzó a cursar su educación elemental. Debió trabajar cantando, mientras pasaba noches frente a un público de adultos que esperaban sentir de ella algo más que su voz. Esa chica de rojo, de Ciudad de México, del Festival de Viña y de los Premios Grammy, tiene tanto derecho como cualquier hijo de familia de artista o miembro de este grupo cerrado que hoy hace defensa corporativa de su oficio, a exponer en salas, por mucho que estas se “roteen” y entreguen un mensaje simplón, personal o contradictorio. Si tiene recursos para armar una exposición multimedial, es precisamente porque el capital ganado en su carrera como música lo ha invertido en estudios, talleres y materiales, no en mansiones. Algo muy similar a lo hecho por Leonardo Favio y su doble militancia como cantante pop y cineasta, en que una carrera mantenía la otra.
Hoy, desde el progresismo, y con el mismo tufo excluyente con el que la oligarquía despotricaba contra el Museo de Bellas Artes hace unos meses, son otros los columnistas que deciden usar a un ícono popular de masas como el chivo expiatorio de todo lo que está mal en el panorama cultural del país. A diferencia de otros hijos de la clase trabajadora con menos fortuna, Mon sí va a poder compartir su arte con sus seguidores en espacios dignos y seguirá expandiendo su potencial creativo, sea este un arte merecedor o no de escribirse en los libros de historias patriarcales, racistas y elitistas de esta provincia del fin del mundo. Por si había dudas, todo bien con quién quiera criticar el desempeño artístico de Mon, analizar cuestiones de financiamiento de esta u otras exposiciones y mirar con recelo el provecho que el gobierno ha querido sacar de esta exposición de Laferte (es verdad que ella se veía contenta al lado del presidente Boric, así como Paul McCartney también lo estuvo junto al presidente Aylwin en 1993). Pero que no se les note tanto la mezquindad ombliguista que los corroe. Ojalá leer pronto columnas que con la misma agudeza desafíen el status quo del “ecosistema cultural” que, en esta pasada, se notó que les encanta defender. Un sistema lleno de injusticias. Ojalá lo hagan sin temor a perder un espacio en esos grupos de artistas cool en donde todos se entienden entre sí, las empresas que hacen de mecenas y los contactos en el gobierno y las universidades, para que dejen de culpar al empedrado por problemas que el mismo gremio no ha tenido la fuerza, cohesión o voluntad de mejorar. Violeta Parra y Jorge González alguna vez también fueron el empedrado, y ya sabemos a quiénes la historia absolvió.
* Profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales, Diplomado en Estudios de Música Popular y Magíster en Historia Contemporánea de Chile. Es investigador sobre historia de la música popular chilena, co-autor del libro “200 discos de rock chileno” (ganador del Premio Pulsar 2022 en la categoría Mejor Publicación Musical Literaria) y del libro “Con el corazón aquí: Estado, mercado, juventudes y la Asociación de Trabajadores del Rock en la Transición a la Democracia”. En 2023 coordinó el proyecto web sobre música y memoria “50 años/50 canciones”. En 2024 integró el equipo del proyecto multinacional “600 Discos de Latinoamérica” y su ensayo “Respirar adentro y hondo: Apuntes sobre ‘Tren al sur’” fue incluido en el libro “Cultura Prisionera. Ensayos más allá de la música”. Ha escrito en medios de prensa como Nación Rock, El Desconcierto, Culto de La Tercera, Lúcuma y Rockaxis, donde se desempeñó como parte del Comité Editorial de la revista.