En el último trimestre de 1990, Los Prisioneros presentaron «Corazones» en la multicancha de un colegio en Ovalle. Dentro del público, entregado a la banda desde el minuto uno, se encontraba un niño de 11 años, que hoy, 30 años después, revisita esa epifanía musical.
Crónica por Oscar Hauyon
1990 y 1991 fueron años especialmente movidos para la música en vivo en la capital del Limarí. Con meses de diferencia, Los Prisioneros de la era Corazones, La Ley del cassette Desiertos y Sexual Democracia del Buscando Chilenos se presentaron en los dos principales escenarios juveniles de la época: las multicanchas del Colegio San Viator y el Liceo Alejandro Álvarez Jofré. Y a eso se sumaban bandas escolares de covers en las fiestas y cantautores en los pubs de la época. El fin de la dictadura traía una mayor apertura para los artistas y los fans de la música.
El caso de Los Prisioneros es el más emblemático por lo grandes y resonantes que ya eran los de San Miguel a nivel nacional. Mientras en el resto del país Tren al Sur tuvo una rotación relativamente baja, en Ovalle, las radios Javiera Carrera y Montecarlo, las únicas dos en la frecuencia modulada, pasaban el disco completo, alabando la calidad técnica de un registro que les había llegado en Compact Disc y cintas DAT, muy moderno en aquel entonces.
En los programas juveniles sonaban Technotronic, New Order, Black Box, Pet Shop Boys y toda esa música eurodance y High energy. Ese beat de bombo en negras era fácilmente emparentable con la naturaleza bailable del Corazones. Así que a Ovalle, Jorge González y compañía llegaron bien, precedidos de un peso legendario que no se veía desde 1988, cuando Los Jaivas se presentaron en el Estadio Willy González. Tanto en el caso de Los Jaivas (formación clásica, con Gabriel Parra a bordo) como de Los Prisioneros, los responsables de esos conciertos fueron la directiva de Club de Deportes Ovalle, buscando recaudar fondos.
Para el show de Los Prisioneros se montó un escenario que en aquellos días era impresionante por la parrilla de luces que se sostenía desde dos columnas mecano. Algo que hoy es sumamente habitual, pero que en Ovalle no se había visto.
Partieron con el gol de camarín de su nuevo single Estrechez de Corazón, que punteaba en el ránking semanal de «Sábado Taquilla» (TVN). La formación en vivo la conformaban Jorge González en voz, guitarra y teclados; Miguel Tapia en batería, coros y teclados; Cecilia Aguayo en teclados y Robert Rodríguez en bajo y teclados.
Lo mejor de ser un niño de 11 años bastante pequeño y sin rastros visibles de pubertad alguna es que con mi mejor cara de cabro chico pude escabullirme entre la fanaticada y ser «adoptado» por una improvisada corte de calcetineras, que estaban al lado del escenario: pude ver el show desde la reja misma, primera fila absoluta. Todavía me acuerdo de una de ellas diciéndome “tení que cantarlas todas”. Eso hice.
El show tenía un sonido impecable: los sintetizadores, las secuencias, la batería electrónica. Me pareció que Jorge se había delineado los ojos. La primera parte del show tenía como columna vertebral al Corazones, con otras canciones más prendidas de sus otros discos. Después iba retrocediendo hasta llegar a La Voz de los 80.
Yo quedé loco con los samples de perro en El Baile de los que Sobran y de fierros en Muevan las Industrias. De hecho, en esta última, la caja tenía un sonido muy similar al que usaba Prince en “Batdance”, que estaba muy de moda en esos días. La leyenda contaba que no eran muy pulcros como músicos, pero lo que vi yo fui un sonido muy trabajado y muy bien logrado, que recreaba cada etapa de la banda a las mil maravillas. “El Cassette Pirata” no le hace justicia al sonido que tenían en esa época. Fue una epifanía verlos, y si todavía toco teclados 30 años después, es porque fui testigo privilegiado de la más reconocible banda synthpop chilena en el tope de su juego.
Poco importó el fortísimo olor a fritanga que salía de los stands que habían en la misma multicancha. El Colegio San Viator había autorizado al Centro de Padres a vender cuanta shushería se pudiera comer. Poco importó que la estadía en el backstage habilitado en una sala de clases fuera apenas utilizado -y que nos dejaran pagando a los del colegio con algunas atenciones que se habían preparado (hahahaha). Poco importó que su salida más pareciera una huída del lugar del crimen. Fue genial vivirlo con esa edad y con esa intensidad. Los Prisioneros en Ovalle fueron una fiesta.