Desde España, Alejandro Bustamente, fanático de Los Prisioneros desde sus inicios, repasa las anécdotas y revisa la trascendencia del icónico disco que hoy cumple 30 años.
Seguir a un artista desde la vereda del «fanatismo» es siempre una aventura. A veces algo tediosa, pues implica tiempo, ganas, y muchas veces, un montón de dinero. Seguir al artista en sus errores, escándalos y también aciertos, es una enseñanza de que los héroes no siempre pueden ser héroes, y que también se cansan de serlo. Pero hay obras que marcan etapas, y en ocasiones, una vida entera. Son las 5 de la madrugada en Chile, y a la distancia, Alejandro Bustamente (48) es certero: «Con Corazones me enamoré de Los Prisioneros».
Alejandro vive hace más de quince años en España, y allí le ha tocado enfrentar la delicada situación que atraviesa el país ibérico debido al coronavirus. Su taller mecánico automotriz está en pausa, al igual que la mayoría de la actividad económica. Pero cuenta que la ayuda social que brinda el estado ha sido fundamental. Para distraerse, se refugia en su modesto estudio de música que ha construido a lo largo de los años, y que cuenta con un par de teclados, sintetizadores, y una batería.
El chileno residente en Málaga, dice con orgullo que ha sido fanático de Los Prisioneros desde sus primeros años de formación. «Desde pendejo hasta ahora, siempre he sido prisionero. La primera vez que los vi en vivo fue en el gimnasio Español, en Osorno, y tenía trece años. Tocaron solo diez canciones, que eran de La voz de los ‘80», dice. Cuenta que en paralelo escuchaba también a Soda Stereo, con quienes tenía una relación de amor y odio debido a que ellos eran «encachados y todos con apellido italiano», mientras que en el trío sanmiguelino eran «rotos como uno», confiesa.
En ese entonces, según Alejandro, Jorge González aún no revelaba del todo la faceta contestataria e irreverente que lo caracterizaría más tarde. Un año después, en 1986, volvió a ver a la banda en Osorno, pero esta vez durante la gira de promoción de Pateando Piedras. En ese período, relata lo difícil que fue enterarse de los movimientos de Los Prisioneros, ya que según él, los «vetaron» de los medios de comunicación por manifestarse abiertamente en contra de la dictadura militar de Augusto Pinochet.
Según CNN Chile, en los meses previos al Plebiscito de 1989, la banda sufrió vetos para tocar en festivales y teatros, amedrentamientos, e inclusive, amenazas de muerte. Aun así, Alejandro se las ingenió para seguir a su banda preferida pese al «apagón» comunicacional. Su padre, que trabajaba como corrector de ortografía en El Fortín Mapocho, muchas veces le sorprendía con imágenes y entrevistas exclusivas del conjunto originario de San Miguel.
De hecho, la primera vez que tuvo nociones del sucesor de La cultura de la basura, fue gracias a una amiga que le dijo que Los Prisioneros volverían, pero sin uno de sus integrantes. Luego, en la Radio Carolina se enteró del concierto de lanzamiento de Corazones, que tendría lugar en el Estadio Chile, Santiago. «Cuando estrenaron Muevan las industrias quedé impactado por su sonido tecno, muy parecido a Depeche Mode, a quienes conocí tiempo después. Era algo que no se había escuchado en Chile. Pero ya con Corazones los consideré unos genios», recuerda.
Alejandro estaba en sus últimos años de Enseñanza Media en Quinta Normal cuando Corazones vio la luz. «Este disco fue como humanizar a Los Prisioneros, en especial a Jorge. Ya no lo veías como a un Dios, ya no empuñaba el brazo. Veíamos a un tipo que sabíamos que estaba cagado», afirma. Pese a que reconoce que a la primera escucha no lo impactó del todo, y que quedó sorprendido por la aparente ausencia de temáticas sociales, con el tiempo le fue «tomando el gusto» al álbum.
Para el concierto de lanzamiento, Alejandro recuerda que tuvo que empeñar un teclado con un amigo para comprar la entrada. El mismo día del recital, fue detenido por un agente de civil de la Policía de Investigaciones. «Había un tipo revendiendo entradas para el día siguiente. Con un amigo corrimos para comprarlas, y nos pararon», recuerda. «Yo siempre he sido respondón. Y les dije a los rati, ¿por qué me detení’? ¿quién soy vo’? Me metieron a la patrulla, y me dijeron ¡tu nombre, hueón! Algo les respondí, y me llegó un charchazo que me llegó a cerrar el ojo». Por suerte, afirma que la detención no pasó a mayores.
En la fila para entrar al estadio estuvo largas horas con el objetivo de quedar frente a la banda. Allí, conoció a Paola, quien más tarde se convertiría en su esposa y en la madre de sus dos hijos. Ya al interior del recinto, Alejandro recuerda que el escenario fue el primer impacto de la noche. La batería de Miguel Tapia fue reducida a 3 o 4 platos, y sin bombo. Mientras que el teclado que utilizó Cecilia Aguayo fue un E-mu Emax II, que servía para reproducir samplers. «Se notaba que les gustataba Depeche Mode, ya que ellos venían tocando desde hace años con secuencias grabadas», recuerda haciendo énfasis en lo bien que recuerda los instrumentos que utilizaron aquella vez.
«Ese disco, y ese concierto, fueron una verdadera revolución sentimental», declara Alejandro. «El recinto no tenía el mejor sonido, pero lo disfruté entero porque me sabía todas las canciones», agrega. Meses después, y gracias a los contactos de Paola, lograron ingresar con frecuencia a los camarines de los conciertos de Los Prisioneros para compartir con Jorge, Miguel y Cecilia.
En esas oportunidades, muy pocas veces vio a Jorge de mal humor, y cuando éste comenzó su carrera de solista, sus encuentros fueron aún más frecuentes. «Fue una época bonita. Con Paola íbamos a todas. Jorge nos saludaba, y comíamos cosas ricas en el backstage», dice.
Otra anécdota que recuerda, ya más reciente, fue cuando Jorge se radicó en España con su entonces esposa, Loreto Otero, entre 2008 y 2011. «No me preguntes como conocí a Loreto, pero me hice amigo de ella. Ellos estaban en Valencia, y tenían a su abogado en Madrid», detalla. Así se mantuvieron en contacto, hasta que un día González tuvo un concierto solista en la capital española, y Otero se contactó con Alejandro, quien vivía en esa ciudad, para pedirle un teclado. «Al final se consiguió otro, pero pasé al camarín y conversé un rato sobre política con Jorge», cuenta.
Han pasado treinta años desde Corazones, y Alejandro, hoy de 48, confiesa que el disco se ha convertido en un verdadero hito en su vida. «En esa época estaba en plena adolescencia, y cada canción fue un símbolo para mí. Que Jorge, por ejemplo, intercalara frases tan simples como «yo recuerdo a mi papito» con otras más serias, me parecía genial», declara.
A pesar del tiempo, la comunidad de fans de Los Prisioneros todavía sigue muy activa. Hay grupos en Facebook que superan los 10 mil miembros, cuyas publicaciones recuerdan los hitos del grupo, celebran los aniversarios, y en ocasiones, se presentan ventas de discos, vinilos o cassettes que pueden superar los 50 mil pesos por unidad.
Está pronto a amanecer en Chile, y vía WhatsApp, Alejandro Bustos remata con una frase que enmarca estos casi cuarenta años de fanatismo y anécdotas asociadas a su banda favorita. «Los Prisioneros han sido mi vida», sentencia.