Fotografías por Andie Borie.
Partir por el final implica abrir una posibilidad para anular los extremos y darle una circularidad eterna a todo. Si terminas con el principio es porque ya lo entregaste todo y conseguiste dejar la vida en tu trabajo. Y lo que hay en el medio es el eco del trabajo duro y de manos trasnochadas, es la sensación de abrigarse para capear el frío pero seguir sintiendo cómo te cala hasta los huesos. Ese intertanto entre fin y origen es un nombre propio y personal que genera una descarga emocional en un público ansioso. Más allá de una tincada técnica o una complicidad juguetona con el público, eso es lo que hizo El cómodo silencio de los que hablan poco en la noche del lanzamiento de Amanda, literalmente, el viernes 3 de agosto.
Sí, así fue el lanzamiento en vivo de Amanda, su segundo trabajo de estudio, pero hubo mucho más. Por un lado, la instancia era la premisa de escuchar completamente en vivo esta entrega, un disco mucho más pulido y heterogéneo que su debut Run Run, portador de un sonido definitivamente depurado y trabajado con infinita pasión. Por otro lado y cómo no, la noche prometía un show de largo aliento con el clásico slogan de grandes éxitos. El inicio fue potente, el público no tardó en enchufarse a la electricidad de Franco Perucca (guitarra y voz), y quizá fue tanto que su amplificador falleció a los minutos, lo que es una hipótesis más emocionante que problemas técnicos o negligencias sonoras.
En el tiempo en que tuvo que haber ocupado una canción, el problema fue solucionado para dar pie a otro menos grave, porque sabemos que un sonido saturado igual es sonido y eso es lo que importa finalmente. Nadie asiste a un concierto para disfrutar del silencio y si hay que esperar, pues se hace: fue evidente que para el público la noche consistió en una catarsis tras otra. Masas saltando al frente, masas bailando a los costados, canciones gritadas a todo pulmón al más puro estilo de Wladimir Mella (voz desgarrada y guitarra). Y al mismo tiempo, en modo zen, enfocados Bárbara Pérez de Arce (bajo y voz) y Matías Manriquez (batería, voz, teclados).
En el primer acto, “Zapatillas” y “Chiripa” marcan la fuerza principal, canciones tiernas y efusivas, íntimas y que hacen vibrar a los oyentes. En el segundo acto la intensidad cambia de dial y regresan a origen: “Quiero estar a la mierda mirando al cielo” y “El viento en la cortina” arrastran todo consigo. Podrían ser puntualizadas las diferencias que hay entre el sonido encapsulado versus la estridencia viva, y podrían desmenuzarse bajo el ojo crítico, pero cuál sería la necesidad. Una fiel reproducción de lo que escuchamos en nuestros audífonos implicaría el costo de no ver a Amanda, sacaría de la ecuación todo el frenesí de la noche, nos apagaría las luces sobre el escenario (y de paso, nos quitaría las gráficas del fondo, obras de María José Tapia), y nos relegaría a nunca sentir en vivo la energía que fluyó esa noche.
Como una constante reproducción, la dinámica de arriba se fortalecía con la de abajo y viceversa, lo que sólo generaba mayores fuerzas. Una y otra, aquí y allá. Ir y venir, canción instrumental y baile; himno de juventud coreado hasta la afonía, voy y vuelvo. Júbilo y tristeza, bailar y llorar. Reinventarse, reformularse, reescribirse y resonorizarse. Desdibujar la línea entre el principio y el fin, dar vuelta los discos, entrelazar voces, trocar los estilos. Crearse a sí mismos una y otra vez: autopoiesis.