Por Pía Vargas Moreira
Llevo un buen tiempo dándole vueltas a lo horrendos que me parecen los ochentas. Ser joven en plena dictadura y vivir la edad de la rebeldía en un momento histórico de asesinatos, de terror y de tenerlo todo prohibido. Terrible de imaginarlo, peor de vivirlo.
Pero también pienso en lo que debe haber sido para un joven del 86 toparse con un disco como «Pateando Piedras» de unos tales Los Prisioneros. De estar acostumbrados a criticar en voz bajita o derechamente quedarse callados, escuchar a un también joven Jorge González gritando con todas sus fuerzas como si no hubiese repre. Poniéndose choro con el sintetizador y un par de amigos y hablando de la realidad de sus compañeros del liceo que no podían ni soñar con la educación superior, de los snobs con los que empezó a juntarse, de la sociedad competitiva tan lejana a la utopía de la UP y también de sus propias vivencias como chileno medio machista. Vómito de rabia, retratos de un país en crisis e historias cotidianas tan llenas de empatía que se tornaron universales. Eso es «Pateando Piedras».
Una de las grandes fortalezas de «Pateando Piedras» como obra maestra popular es justamente su simpleza, consolidando así el sello de González como un letrista de poesía directa y sin adornos, innecesarios si consideramos la urgencia de los tiempos que atravesaban. Y sin embargo, una lírica bella e inspiradora que nos tiene aquí reconociéndola, 30 años después.
Mucho se habla de «Corazones» como «la gran obra pop» de Jorge González. Y lo es, a no dudar. Pero la historia es la historia, y desde esta vereda me atrevo a asegurar que «Corazones» fue posible gracias al aprendizaje que dejó «Pateando Piedras». Un disco con el que González (y un poco Tapia, sería injusto no mencionarlo) conoció los teclados que le abrieron la puerta a un nuevo camino de experimentación sonora que luego siguió en «La Cultura de la Basura» (1987) con el sampler, y que fueron el colchón perfecto para esos himnos que se pueden bailar en fiestas mientras te acuerdas de que a este país tan deshumanizado y tan cruel le queda tanto por hacer.
El 86′ fue lo que mis admirados comandantes del FPMR llamaron «el año decisivo»: el año escogido para atentar contra Pinochet. Demostrar que el chancho no era invencible y darle por todos los lados posibles fue una tarea que a esas alturas se tenía asumida y todos los que lucharon lo hicieron desde su vereda. Conspirando, interviniendo, olvidándose de las prohibiciones y saliendo a la calle a protestar y a ver a Los Prisioneros en el Estadio Chile, sintiéndolos como esa joven anónima que salta con los ojos cerrados y aferrada a la reja en el video de «El Baile de los que Sobran». En fin: siendo valientes.