El 5 de septiembre del año 2010, hace casi una década atrás, el cine chileno daba a luz «Post Mortem«, el tercer largometraje dirigido por el director nacional Pablo Larraín, luego de «Fuga» (2006) y «Tony Manero» (2008).
Ambientada en el periodo histórico de la dictadura militar, Larraín toma partido de las sensaciones que le provoca el periodo y transmite un cine frío, deshumano y retorcido; con una mirada crítica de nuestro pasado reciente.
El relato nos guía por ese Chile violento, polarizado y cargado de muerte, siguiendo los pasos de un protagonista inerte que logra deambular entre los cadáveres de la morgue donde labura. Sin objetivos claros, más que los de huir de su evidente soledad, el protagonista nos permite mirar y sentir a través de su mirada indiferente los horrores de su contexto. Su apática posición nos entrega a nosotros el juicio de los valores y las incontrolables emociones de un relato crudo y violento.
Una cámara inquieta y desajustada, un banda sonora que parece oculta entre temores, y una gama de colores desgastada. Entregan al relato una atmósfera cargada de incomodidad, representativa de la percepción subjetiva del realizador. En esa puesta en escena, las interpretaciones de Alfredo Castro y de Amparo Noguera funcionan como un correcto ejercicio de contraste narrativo y emocional. De esta forma, el simbolismo y la analogía del desenlace con el contexto histórico, terminan dando un cierre propicio a un relato que nunca tuvo atisbos de esperanza y que se hace tan necesario para nuestra sociedad de fácil olvido.
Post Mortem es un cine perenne, que no caduca, que no se olvida. Los que tuvimos la oportunidad de verla en su estreno en pantalla grande hace diez años, sabemos que tanto los diálogos, las actuaciones y sus potentes imágenes nos siguen acompañando hasta el hoy.
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